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lunes, 29 de noviembre de 2010

Cuando se muere

En primer lugar imagino que hay una gran sorpresa: uno no sabe que se está muerto.
Como síntomas encontramos el frío, la falta de deseo por cualquier cosa, no provoca llorar, gritar o sonreír, solo se está así sin decir, ni pensar, sin disentir. Sin sentir, tocar ni  crear nada.
Las pocas ilusiones que en algún momento formaron parte de la vida se han extinguido… no queda más que el tedio de un devenir sin ojos brillantes, sin destellantes lucecitas de esperanza, cero nitidez todo se ve fuera de foco,  uno ya no quiere encontrar ninguna imagen pura. Se ha detenido la búsqueda y el interés por cualquier cosa.
 El quebrantamiento y la debilidad se hicieron tan molestos y frecuentes que condujeron la vida hacia un lugar donde, con tanta luz, uno ya no quiere siquiera abrir los ojos.
Las lágrimas, que en otros tiempos facilitaron el paso de un estado anímico a otro, de la tristeza  o la rabia a la placidez, no se hacen presentes.
Los recuerdos son tan insulsos que se van perdiendo en el tránsito, de aquí para allá. Nada duele, los nervios se paralizan… así que  tampoco un abrazo o un beso no hacen ni la más mínima cosquilla.
No se es feliz pero no se está triste, sólo se está ausente. No se siente el olor del vino, ni del café… ni el hedor en una esquina oscura y escondida de una ciudad cualquiera. No se habita, simplemente se observa desde muy lejos,  como todos los demás apoyan su existencia en las pequeñas cosas,  que en realidad  importan. Esas mismas, que hacen de la vida humana un acontecimiento que se aleja de lo orgánico y la convierte en una exploración interminable, con posibilidades ilimitadas y juegos sin fin que nos hacen felices a veces, a veces no.

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